Ayer fui a visitar de improviso a una amiga de mi abuela. Estaba por el barrio y pensé en llamarla para vernos, desde el entierro de mi abuela hace tres años que no la veo. Pese a que no nos hemos visto y también, nos hemos llamado muy poco y pese a que no fue una persona muy presente a lo largo de mi niñez (crecí más oyendo sobre ella), le tengo un cariño especial. E intenté transmitírselo el día que estuvimos en el tanatorio. Le dije que, aunque ya no tuviera a mi abuela, estaba feliz de tenerla.
Hablando con ella, me cuenta una vida que nunca he vivido, una forma de vivir que no he llegado a conocer y me gustaría experimentar algún día. Vida de barrio. Vida de barrio en una ciudad. Algunos de sus actos cotidianos: comprar en el mercado, en la carnicería, en la frutería del barrio… No puedo evitar pensar en el márquetin empleado de forma que parezca como arte de magia, conviertir a casi todo producto del supermercado (el de siempre) en “producto sostenible”. El “estilo de vida” auténticamente sostenible y orgánico que comparten tanos mayores, para nosotrxs lo es el márquetin que se esconde en muchos productos. Nos encanta comprar leche con la etiqueta “ecológica”, pese a que están agujereando el Montseny (un parque natural en el que no puedes ni arrancar una florecilla del suelo) para extraer el agua que utilizan para hacer esa leche “ecológica” que tan bien te hace sentir. Ignoramos y queremos ignorar esas realidades, porque esa etiqueta, ese márquetin escondido en cada producto, se ha convertido en nuestra realidad. Se ha introducido en nuestras vidas de tal manera que lo damos por válido en un pestañeo. Esa herramienta del capitalismo y consumismo es lo que tenemos como referencia, y no los actos y dinámicas de nuestros mayores. Nosotrxs seguimos comprando el mismo producto del supermercado: seguimos engrandeciendo el mismo sistema corrosivo de producción; ellos no, o saben hacerlo de otra forma.
Porque lo que nos encanta es que nos vendan estilos de vida: “ui sí, con esta leche serás más ecológica”, “ui sí, con esta camiseta de algodón orgánico de Mango (que, si mal no recuerdo, mi profesora de latín me contó que la palabra significaba algo así como cadena de esclavos) estás realizando un consumo responsable”. Y con Instagram en la partida… ese sentimiento se ha, por lo menos, triplicado. Pagamos para vivir esas vidas que nos gustarían vivir (y cuando no lo hacemos o no podemos, Instagram está ahí para hacerlo), pero lo único que hacemos es destruir nuestro ecosistema y no vivirlas realmente. Pero no solo eso, pagamos o invertimos para arruinar a nuestros comercios de barrio, dejamos que ciertos sistemas de consumo y de negocio drenen la vida, la nuestra y la de nuestro entorno. Las acciones cotidianas como ir al mercado, todo aquello que hace la amiga de mi abuela, ¡está dejando de existir! De hecho, ya han desaparecido millares de comercios y oficios en su barrio. ¿Nos damos cuenta?, ¿somos lo suficientemente críticos?, ¿queremos serlo? Por no hablar de la fauna y la flora.
Aprendamos más de ellxs, y desaprendamos de lo que vemos en los anuncios y en Instagram, porque está claro que éstos determinan nuestras conductas, están para ello. Evitémoslo manteniendo conversaciones y diálogos abiertos con la gente mayor, es de sabiduría popular que ellxs son los más sabios del lugar.
Y es que no estamos acostumbrados. Una prueba: si tienes que buscar una receta para preparar unas berenjenas al horno, o una tarta, donde irás a buscar la receta, ¿en internet, de algún blog random, de YouTube, o de alguna “instagrammer”?, ¿o llamarías a tu abuelx, tíx-abuelx, amigx de tu abuelx?
Mantenernos conectados es la mentira bajo la que nos gobierna internet y las redes sociales (la mentira en sí, es una forma de gobierno), nos mantienen en un estado desligado de la realidad, y más ahora que muchos hemos tenido que quedarnos encerrados en lugares con muy poco movimiento y estímulos. Durante estos meses de crisis sanitaria, he aprendido a diferenciar mejor mis emociones; qué cosa provocaba qué sensación. Y muchas de ellas, precisamente malas, las provocan las redes sociales y un dispositivo electrónico como es el móvil. Emociones que hasta la fecha se me habían presentado poco claras y muy turbulentas, parten de esos espacios tan tóxicos. Porque lo son. Establecemos relaciones tóxicas con ellos. Pese a esto, estoy agradecida de haberme dado cuenta de lo que significa “sentirse presente” y lo importante que es y por contra partida, lo poco que me siento cuando uso el móvil. Ya sea para escribir por chat, mirar Youtube (no oírlo de fondo) o perder mi valioso tiempo, vida y energía mental en Instagram. He descubierto que no hay nada que me haga sentir más presente (cuando mis movimientos se han visto muy coartados por las restricciones) que sentarme a escuchar música, pasear, hablar con mis amigos y familia y estar con la amiga de mi abuela.
Cuando me iba de su casa, me dijo que otro día la avise con más tiempo, que se vestiría e iríamos a dar un paseo por la rambla de su barrio. Madre mía, ¡no puedo esperar que llegue ese día! Me sentiré llena de vida.